XVI edición de Excelencia Literaria 2020

XVI Edición Excelencia Literaria

XVI edición de Excelencia Literaria 2020

Nuestros finalistas de la XVI edición de Excelencia Literaria 2020"

Iniciamos, en octubre del 2019, una nueva edición de este fascinante proyecto del escritor español Miguel Aranguren, que tiene como propósito descubrir talentos literarios en distintos colegios de España, México y Perú.

Nuestro reto más grande es, mayormente, lograr sincronizar nuestra participación con el calendario escolar del hemisferio norte y en esta edición se nos ha sumado el confinamiento y la educación virtual por la pandemia del COVID-19. Nos llena de orgullo que este año, a pesar de las adversidades, dos de nuestros alumnos destacados han logrado posicionarse entre los finalistas junto a otros alumnos de los 23 colegios participantes.

Este año entre los miembros del jurado se encuentran: María del Pilar Saiz Cerreda, Doctora en Filología por la Universidad de Navarra y catedrática en la misma universidad; Alfonso Paredes, escritor y  abogado, autor de la novela “El señor Marbury”; Martha G. Túdela Toledo, estudiante de Marketing and Corporate Communication en la Universidad de Navarra, ganadora de la XII edición de Excelencia Literaria; Carmen Fernández Etreros, escritora y periodista, directora y coordinadora de la sección de Libros Teatro y Cine, TopCultural.es; Martha Moreno Candel, filóloga y editora en la editorial Nueva Era y por supuesto Miguel Aranguren promotor y secretario de Excelencia Literaria.

Estamos felices de poder compartir con ustedes, el talento de José Armando Castillo y Felipe Gabriel Beytía. Estamos seguros que disfrutarán leer sus relatos. ¡Enhorabuena muchachos!

Foto Castillo 09 D-3
José Armando Castillo
Escritor

Alumno de la Promoción-2020
“Semper Frátribus”

A dos ruedas

El reloj de Manolo dictaba las once. Todos en el orfanato sabían que era el momento del receso de la mañana. Manolo era un joven melancólico que solía pasar largas horas encerrado en su cuarto, del que solo salía para observar los atardeceres, aunque curiosamente miraba al lado opuesto del sol para <>. Pero no era un joven amargo, como es fácil pensar, aunque nadie le veía sonreír. Sin ser grosero, gustaba de explicar a sus amigos durante la cena aquello que leía en su habitación. Y se le apreciaba por su talento con los juegos de mesa.

Pasó el tiempo y los alumnos observaban impacientes a Perico, su profesor. Esperaban que diera la orden de salida, para que pudieran divertirse un poco antes del almuerzo. Prosiguió la solemne marcha del segundero, hasta que Manolo le hizo una seña al profesor. Este, algo avergonzado del retraso, pues había dedicado su clase a hablar acerca del orden, indicó que salieran.

Manolo corrió por el pasillo hacia su cuarto. Era un reto que tenía con sus cuatro amigos: si lo alcanzaban, podían obligarle a hacer deporte con ellos. Cuando ya estaba cerca de su objetivo, sintió que le tocaban el hombro. Se detuvo con una mueca de fastidio en los labios, pero accedió a bajar al patio. Le pidieron al conserje las bicicletas y los cuatro, juntos, salieron del internado.

A la cabeza del grupo iba Camilo, el más gracioso de la pandilla, al que seguía Franco, el estudioso. En el tercer lugar Manolo y, cerrando la fila, Juan, el más travieso.

Varias veces habían intentado llegar a la costa sin conseguirlo. No es que el mar estuviera lejos, pero cada que lo intentaban o bien se rendía alguno de ellos o bien se les pinchaba una rueda, aparecían perros en la carretera que les obligaban a dar la vuelta… Pero esta vez estaban decididos a llegar.

A mitad del trayecto habían roto a sudar, aunque seguían con ánimo. Cuando faltaban pocos kilómetros, Manolo empezó a sentir fatiga, un cansancio distinto al de otras veces, pero no se amilanó. Cuando al fin alcanzaron la costa, les pareció que el esfuerzo había merecido la pena, pues la satisfacción fue más reconfortante de lo que hubieran soñado. Compraron agua, descansaron y, sin más, luego de unas fotos, se dispusieron a regresar.

Pedaleo tras pedaleo avanzaron con una extraña lentitud. Para ahorrar tiempo y arribar antes del almuerzo, buscaron una ruta alternativa. Parecía segura, aunque no estaba asfaltada. Pronto comenzaron a evitar las rodadas y a sentir las piedras. Manolo cargaba el  peso de cada gota de sudor. No avanzaron mucho cuando Camilo decidió que debía regresar a la playa, de la cual no se habían alejado mucho, pues una de las llantas de su bicicleta estaba  pinchada, lo que le impedía continuar. Se puso a un lado, bajó de la bici y volvió solo.

Prosiguieron los tres, después de haberle prometido a Camilo que avisarían al director del orfanato para que fueran a recogerle antes del almuerzo. Cuando habían avanzado unos kilómetros, Juan sintió un daño agudo en las piernas y se derrumbó sobre unas rocas.

–¡Me he herido¡ –anunció.

Manolo le ayudó a ponerse en pie, pero Juan se encogió en un gesto de dolor.

–Te vamos a acercar a ese árbol seco –le contó Manolo¬–. No te preocupes, te prometemos que alguien vendrá del colegio con el botiquín.

Estaban a punto de partir cuando Franco, viendo el estado de Juan, decidió quedarse para hacerle compañía.

Manolo, solo y sin otro guía que su intuición (Franco era el único del grupo que conocía aquella senda) decidió aventurarse con la bicicleta.

Su reloj señalaba la una de la tarde y el sol caía sobre el muchacho, que perdido y deshidratado se apeó de la bici cuando esta se tropezó con una piedra. Aquella roca parecía reírse de él. La pateó con enojo, pero apenas consiguió moverla. Una vez se sentó en el pasto, estuvo a punto de llorar. Pero logró calmarse y volvió a subir a la bicicleta para reanudar la marcha al compás de los golpes de su corazón.

Manolo miraba al cielo, como para reclamarle al sol que suavizara sus rayos. La fatiga le vencía, pero no quiso acobardarse. Impuso un ritmo a la pedalada, pues había escuchado que la constancia le ayudaría a conservar las pocas energías que le quedaban. Le pesaba la tentación de detenerse a descansar, pero apretó los dientes y continuó avanzando, hasta que a lo lejos vio la intersección con la carretera.

Una vez pisó el asfalto, consultó otra vez la hora: las dos.

–Ya queda poco –se dijo.

De pronto recibió un latigazo en las piernas. Le dolía todo el cuerpo.

El tiempo fue pasando cada vez más lento, hasta que pareció quedar en suspenso. Exánime, bajó de la bicileta y la tiró a un lado para comenzar a caminar. No anvazó mucho hasta que el dolor de piernas le obligó a sentarse en el suelo.

–¡Queda poco! –repitió desganado y en tono sarcástico.

–¡Queda muy poco! –escuchó a su lado.

No había nadie había cuando una mano rozó su hombro. Manolo brincó del susto.

–Queda poco Manolo –volvió a escuchar. –¡Dejate ayudar!

Manolo se sorprendió al ver a Camilo extenderle la mano.

–Llamé al Perico para que me recogiera, ya que ustedes demoraban mucho. Mientras regresábamos en el auto del colegio, te pude ver desde la ventanilla. Hemos aparcado allí delante –le indicó Camilo.

Manolo comentó a su amigo el incidente de Juan. Camilo le indicó que tanto Juan como Franco estaban en el auto, pues había querido mostrarle a Perico la ruta que habían seguido con las bicicletas, en la que se encontraron con los muchachos.

–Esta no es una de esas historias épicas de los libros que tanto te gustan. Aquí nos ayudamos todos –le dijo Camilo mientras Manolo se ponía en pie–. Sube, que te esperan los muchachos con algo de beber–.

–¡Supongo que no querrás venir más con nosotros! –exclamo Juan apenas Manolo se sentó en el coche.

–¿Bromeas? Me hace falta ejercicio. Además, he aprendido que compartir un poco de agua con mis amigos es mejor que cualquier novela.

La fuerza de los pensamientos

Se acurrucó en su pupitre mientras la profesora de Sociales proseguía la clase. A Ella le parecía mágico escuchar acerca de héroes, príncipes y villanos del pasado remoto. Cada vez que su maestra comenzaba a describir la historia de un nuevo personaje, Ella daba forma en su imaginación a todo lo que escuchaba. Reproducía en su cabeza sangrientas batallas entre cavernarios a cuenta de un pedazo de mamut, o bien subía a caballo para encabezar, como la heroína de un ejército de caballeros que la aclamaban como Ella de Arco. Aquellas clases le resultaban un gozo.

Pero, por raro que parezca, nunca terminaba de construir totalmente aquellas historias, pues el timbre se las arrebataba irrespetuosamente.

Aquel día la profesora Charlotte comenzó la clase con una explicación de las ideas “feministas” presentes en la literatura romántica, y cómo esa corriente desembocó, de una u otra manera, en la Convención de Seneca Falls, cuando las mujeres, por primera vez y de forma masiva, marcharon por las calles exigiendo su derecho al voto.

Esta vez Ella tomó nota de lo que escuchaba.

<>, se dijo. <>.

La maestra terminó la sesión recomendando a las chicas cómo debían abrir su camino en el mundo.

–Solo el buen comportamiento y el estudio lograrán que marquéis la diferencia –concluyó.

Ella se apresuró a subrayar esa frase.

Sin levantarse de su escritorio, comenzó a ensoñar acerca de su primer día de Universidad, el olor de los libros, el pupitre gastado, el profesor regordete y la compañía de su cuaderno. Continuó fantaseando sobre sus nuevas amistades y los exámenes, hasta que el timbre la devolvió a la realidad.

–Señorita Dunbar, dejaré aquí su permiso –dijo Sonia.

–Está bien. Gracias –replicó Ella.

Sin moverse de su mesa siguió pensando, esta vez en las noches que llegó a pasar en vela con un libro en las manos, y cómo su madre la regañaba por ello.

–A este paso no pasarás de año –le advertía, tratando de sonar malhumorada.

–No te preocupes, que ya dormiré en el futuro –le replicaba Ella.

Continuó hilando fantasías, esta vez con la cabeza en el diploma que, fruto de su esfuerzo, recibiría. En cómo se lo ofrecería a sus padres con una sonrisa.

Un muchacho gritó desde la puerta del aula:

–¡El exámen!

Ella miró su reloj. Solo quedaban cuatro minutos. Tendría que apresurarse en acabar aquellas imaginaciones… Por eso se concentró en los detalles de la ceremonia.

<>, dijo para sí.

–¿Doctora? –llamó nuevamente el muchacho.

 <>.

–Perdón, profesora –se disculpó Ella–. ¿Me haría el favor de repetir?

–Doctora… ¿se encuentra bien? –le preguntó el muchacho con tono de preocupación, mientras se le acercaba.

–Si hijo; espérame en clase

Se retiró algo confundido y Ella se apresuró a mirar el retrato que tenía a su lado. Su madre sonreía en la fotografía.

–Lo conseguí; abrí mi camino.

Felipe Beytia
Felipe Beytía
Escritor

Alumno de la Promoción-2020
“Semper Frátribus”

En un pequeño pueblo de la sierra

Era de noche cuando, en una aldea de la sierra, se produjo un enorme alboroto. Los perros ladraban enloquecidos, las campanas de la iglesia rompieron a tañer y los vecinos corrían de un lado a otro. Un hombre que se parecía al Ché Guevara había caído abatido.

El terrorismo, el paro y las revueltas armadas llevaban años azotando la sierra del Perú. Todo comenzó con el asesinato del ministro de Naturaleza. Lo mataron mientras buscaba cómo resolver los problemas de Copochope. Allí nadie quería la mina. Se dijo que el alcalde contrató a un sicario para eliminarlo. Este rumor llegó a oídos de aquel hombre que guardaba un parecido con el Ché. Dicen que se llamaba Sandro Romario Checapique, y le apodaban El Chinga.

–Nuestro mundo se pudre –dijo El Chinga en un bar–. Los ricos oprimen a los pobres y nadie hace por evitarlo. Esa mina destruirá los campos de cultivo y la vida de los agricultores. Verán que solo el alcalde aparecerá beneficiado. Alguien debería cambiar esta situación.

Prestó atención a la letra de una canción que emitía la radio. Entre todos los versos, uno se le quedó en la mente:

“…porque cuando la tiranía es ley,

la revolución es orden”.

Con el paso de los años aquella frase se convirtió en realidad para Sandro, quien con unos viejos amigos de sus tiempos de universidad formó un grupo revolucionario al que llamaron Las mambas negras. A pesar de que pretendían mejorar la situación del país, solo lograron empeorarla. Quienes le conocían, aseguraban que El Chinga había perdido el sentido común.

El cuatro de septiembre Mauricio Vilcabamba, Presidente de la República, cayó asesinado durante la junta que se reunió con el para valorar la posible suspensión de las clases en la Universidad. Cuando se retiraba en su auto oficial, alguien accionó una bomba que llevaba pegada a los bajos.

Al día siguiente El Chinga fue declarado “el criminal más buscado del Perú”. Y el siete del mismo mes, el general en Jefe de las fuerzas armadas, John Condori, fue proclamado nuevo presidente, lo que no acabó con los magnicidios, pues el doce de octubre fue el alcalde de Arequipa, Heraldo Wamani, quien fue asesinado durante su discurso de inauguración de la construcción de la mina.

Sandro Ramiro tomó la aldea de Suchimiko. Una vez reunió a los vecinos en la plaza de armas, los acusó de servir como espías del gobierno, pues días antes los aldeanos avisaron a la policía de la ubicación de un camión de los terroristas, y trece guerrilleros cayeron abatidos.

A una orden de El Chinga, los guerrilleros agruparon a los vecinos en filas de cuatro personas.

–Uno de mis camiones fue atacado anoche y quiero saber quién informó a la policía y por qué.

Nadie contestó. Mediante un gesto de Sandro, los guerrilleros pusieron de rodillas a la primera fila.

-¡Ejecútenlos!

La ráfaga de disparos hizo eco en las montañas.

–Uno de mis camiones fue atacado anoche y quiero saber quién informó a la policía y por qué –repitió.

No hubo respuesta y volvió a ordenar la ejecución de los hombres y mujeres de una nueva fila. Cuando iba a decir por tercera vez la frase, una niña salió de entre los vecinos y se encaró con él. El Chinga se arrodilló frente a ella para mirarla a los ojos.

A la mañana siguiente la mayoría de los ciudadanos de Suchimiko estaban muertos en filas de a cuatro, presididos por el cadáver de la pequeña.

–Lo primero que hallamos en el pueblo fue a un niño –informó el coronel Roberto Quispe de la Vargas, encargado de la operación–. El chibolo se fue corriendo y después nos recibieron los terroristas con mucha metralla.

–O sea, ¿usted cree que el niño apoyaba a los terroristas? –pregunto el reportero.

–Prefiero no pensar en ello. En cuanto conseguimos cubrirnos, vimos que nos disparaban desde la alcaldía. El pelotón Cóndor nos cubrió mientras entrabamos allí.

–¿Había una muralla?

–Sí, la había detrás de una puerta.

–¿Y qué hicieron entonces?

–La reventamos con una buena carga de los explosivos.

–¿Y qué había detrás?

El coronel no respondió. Se levantó y se fue, dando por concluido el programa de televisión. Aunque el militar se acordaba perfectamente de lo ocurrido, no había querido contarlo. Contar que detrás de la puerta encontraron unas escaleras en penumbra. Por ellas subieron las fuerzas especiales.

De pronto, un grupo de niños comenzó a bajarlas a toda prisa. El sargento Orosco fue el primero en darse cuenta de que aquellos pequeños llevaban bombas. Con un inmenso dolor en el corazón, les disparó uno a uno. Era de noche, no se veía nada y las bombas seguían activadas, así que Orosco se abalanzó sobre ellas para proteger de la explosión a sus compañeros. Se acordó del momento en el que, antes de comenzar la operación, rezó el coronel:

–Señor, perdónanos por las malas acciones que podamos realizar esta noche. Si caemos, llévanos a tu Reino. Amén.

–Perdónanos por nuestras malas acciones –murmuró el sargento antes de que las bombas explotaran.

Sus compañeros habían sobrevivido. Debían agradecérselo.

No hubo tiempo para las lágrimas. Llegaron a la oficina del alcalde, por la que alguien se asomaba, un hombre con un llamativo parecido al Ché Guevara. Era El Chinga, al que le abrieron el cuerpo con más de cien balazos.

Días después se dio a conocer el fin al terror. Había caído Sandro Romario Checapique, más conocido como El Chinga, junto con el resto de Las Mambas Negras. Era once de febrero.

-Ojalá no volvamos a sufrir un conflicto interno tan grave como este. Rezo por los fallecidos y ofrezco mis condolencias a sus familias. ¡Viva nuestra patria! ¡Que viva el Perú! –concluyó el general Condori su discurso a la República.